El solsticio en la Ruta de los Molinos

Al fondo de la imagen uno de los antiguos molinos

John Alexander Bedoya @Alperiodista

Estoy en Fariza de Sayago, a 52 km de la ciudad de Zamora, la capital provincial. Quiero narrarles una de las experiencias que tuve estando allí, haciendo una de las rutas conocidas por los senderistas en esta zona de la Reserva de la Biosfera, en Los Arribes del Duero.

Mi amiga Rocío me invitó a hacer este paseo, y no esperaba que estuviera tan cargado de historia y, sobre todo, de nueva información para mí. Aunque no era para menos, porque ya conocía a Rocío desde antes y, para entonces, sabía que tenía una gran facilidad para comunicarse y un gusto por mantener viva una palabra en ella. Nos encontramos en La Plaza, en la ermita de San Julián. La esperé unos minutos mientras observaba una estela romana que ha permanecido durante cientos de miles de años.

Cuando ya nos encontramos, tomamos dirección hacia El Toral de Fariza. A escasos metros de iniciar, nos topamos con el primero de los molinos medievales, ya en ruinas por el paso del tiempo, con solo sus muros de piedra en pie. Al caer el techo la naturaleza hizo de las suyas sepultando lo que había anteriormente. Pero Rocío me explicó cómo la acequia desviaba la ribera para poder dirigir el agua al interior del molino. Una compuerta se abría y el cauce hacía girar una estructura metálica en su base circular, mientras en la punta se sujetaba por enormes rocas. El mecanismo causaba una fricción que maceraba el trigo y el centeno.

Algunas familias tenían su propio molino, y por eso esta es una ruta donde se pueden contar una docena de estos vestigios. Seguía los pasos de Rocío y el sonido del arroyo en caída se amplificaba a medida que nos acercábamos, hasta llegar a un pequeño cañón rocoso donde el afluente se empoza en medio de fresnos y encinas. El paisaje aquí es exuberante, con contrastes de verdes y blancos, líquenes adornando las rocas y cortezas, bordeando el remanso de la ribera. Las aguas son profundas aquí, perfectas para darse un baño en verano.

Continuamos nuestro camino entre la alameda de enebros a orillas del sendero, un camino antiguo que recorrieron los pobladores dejando sus rastros por este increíble lugar. Piornos y escobas hacen parte del paisaje, antes usados para encender la lumbre en pleno invierno. En esta época del año, las heladas son comunes, y por eso fuimos encontrando algunas formaciones de hielo en el camino. Aunque ya estaba cayendo la tarde, la sombra pareció ocultar estas partes a su paso.

Cruzamos un puente para ascender a la colina que nos acercaría a la Ermita del Castillo, entre cortinas de piedra con olivos, almendros y viñas. Acompañados de Xena y Loli, las dos perras de Rocío, que a buen paso seguían adelante. Divisamos Cozcurrita y observamos el tejado de la iglesia y las casas del pequeño poblado a lo lejos. Mirando hacia la parte baja de la colina el único batán de esta zona, donde se trabajaba la tela para afinar y tratar el tejido antiguamente, los obreros y artesanos aprovechaban la fuerza del agua para hacer mover sus molinos y estructuras para el trabajo.

Ya llegando a la ermita nos detuvimos frente a la fuente de Nuestra Señora. Fue la última pausa que hicimos antes de llegar a la cumbre.

Cruzamos un pequeño portón y allí estaba, la majestuosa Ermita del Castillo, con años de historias, como guardiana de esta frontera. Divisamos el horizonte, con el sol muy resplandeciente, haciendo su menor prolongación del año, en pleno solsticio de invierno. Rocío y yo descansamos sentados unos minutos mientras regulábamos nuestra respiración. Así comencé a escuchar sonidos irreconocibles y nuevos para mis registros, que parecían ser de aves ocultas en el espacio de la penillanura, allá a lo lejos, en el paisaje de árboles. Al fondo y serpenteante, el encajonado río Duero y los Arribes, hogar de la cigüeña negra, el alimoche y el milano real.

Por este cauce pasaban los contrabandistas entre Portugal y España a finales del siglo XIX y principios del XX, en época de conflicto bélico, cuando el país esta bajo el autoritarismo y la dictadura franquista, debido a las restricciones comerciales que aislaron al país del resto de Europa. Por aquí también hubo rutas para el intercambio de café, tabaco, alcohol y alimentos. Aunque trataban de huir de las autoridades, muchos de ellos murieron en enfrentamientos. Este tipo de relatos son parte de la historia de estas tierras sayaguesas.

Luego tomamos la carretera que nos conduciría de regreso a Fariza, a un poco mas de 3 km de distancia. Sí que vale la pena tener los ojos bien abiertos, porque en las orillas el paisaje no deja de ser encantador. Frente a nosotros apareció un “mastin”, Xena y Lolly no dejaban de ir al lado de Rocío, y no sabíamos qué reacción iba a tener el enorme perro con el que nos encontrábamos. Pasaron unos minutos para darnos cuenta de que el animal solo quería un poco de compañía. Ya éramos cinco caminando de regreso.

Hubo un instante en el que Rocío me pidió que me detuviera para percibir las cabras; bueno, en realidad era el tintineo de las campanas que llevan puestas, y que a lo lejos se sentía como un coro etéreo. Entraba el crepúsculo y el frío aumentaba; lo sentía helando mis manos. Rocío se acercó a unas pequeñas ramas de tomillo y cantueso o lavanda; me enseñó el olor de estas plantas, secas y sin la flor morada que les caracteriza, pero sin perder su fragancia. Abundan en las veredas del camino.

Ya acercándonos de nuevo a Fariza, llegamos a una intersección con la ruta hacia Mámoles, por donde también se puede ir a Fermoselle. Pasamos por un antiguo muladar, que le hizo recordar a Rocío cómo allí anteriormente traían los enseres y objetos viejos y desechados.

Finalmente visitamos una pequeña fuente, de esas que son bastante comunes en el área que circunda Fariza. Aquí seguía nuestro amigo el «mastin» acompañándonos, de hecho, lo haría hasta despedirnos en la entrada a mi alojamiento.

Ya dejando el camino rural nuestros ojos se pintaron con los colores del cielo, formando un cuadro digno de congelar nuevamente en una fotografía, con Xena y Lolly como modelos del retrato. Reflexioné: “No podemos perder el espíritu de asombro, ese que los niños tienen y que, como adultos, nos debe seguir llenando de vida”.

Entramos de nuevo a Fariza por el sector El Lotero. La última imagen que me maravilló fue la cigüeña en la parte alta del campanario de la iglesia de San Julián, allí en actitud tranquila, como saludando la noche, marcando el final de este recorrido, en el mismo punto en el que nos habíamos encontrado Rocío y yo antes de que toca esta historia fuera creada.

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